Cómo abordar los problemas de deuda en los países en desarrollo
Por Martín Guzmán y Joseph Stiglitz en El Economista
EN UNO DE SUS ÚLTIMOS ACTOS DE LIDERAZGO GLOBAL, el Papa Francisco convocó en el Vaticano a una Comisión del Jubileo integrada por expertos —entre ellos nosotros y otras autoridades en deuda y desarrollo— para responder a una amenaza creciente para los países más pobres del mundo: la crisis de deuda soberana que afecta a decenas de naciones de ingresos bajos y medianos. Tanto acreedores como deudores han contribuido a esta situación actual. Solo el reconocimiento de esta responsabilidad compartida permitirá alcanzar una solución sostenible.
Los números revelan una realidad alarmante. Según la UNCTAD, 54 países en desarrollo destinan actualmente más del 10% de sus ingresos fiscales al pago de intereses. Desde 2014, la carga promedio de intereses casi se ha duplicado. Esta presión sobre las finanzas públicas desvía recursos de áreas vitales como la salud, la educación, la infraestructura y la adaptación al cambio climático. En términos económicos, el costo de oportunidad es abrumador; en términos humanos, es devastador.
El hecho de que las crisis de deuda ocurran tan frecuentemente —la última menos de 25 años después de haberse resuelto la anterior en países de bajos ingresos— y que provoquen daños tan prolongados, evidencia que existen fallas sistémicas. Es necesario corregir las profundas deficiencias estructurales que han convertido las crisis de deuda soberana en una característica recurrente de la economía global.
Uno de los factores clave es el sistema para los procesos de reestructuración. La resolución de deudas insostenibles sigue siendo lenta y, con frecuencia, demasiado superficial para garantizar la sostenibilidad. Los acreedores privados —que poseen una porción cada vez mayor de la deuda soberana— tienen pocos incentivos para participar en reestructuraciones eficaces con las normas actuales tanto locales como internacionales. Al mismo tiempo, los gobiernos deudores temen el daño reputacional y la posibilidad de quedarse sin acceso al crédito. El resultado es la parálisis: los países quedan atrapados en un limbo prolongado, agotando reservas y posponiendo inversiones clave para su desarrollo, con tal de cumplir con pagos de deuda insostenibles.
Se necesita un equivalente moderno de la Iniciativa para los Países Pobres Muy Endeudados (HIPC), diseñada por el FMI y el Banco Mundial en la década de 1990. El mecanismo ideal debería garantizar un alivio sustancial de la deuda para los países afectados y adaptarse al actual entorno de acreedores, donde predominan los bonos.
Una nueva HIPC requeriría reformas coordinadas, que incluyeran estrategias de reestructuración adaptadas a las necesidades específicas de cada país en crisis: ampliación de plazos, reducción de tasas de interés en algunos casos y quitas de principal en otros. También exigiría políticas más estrictas por parte de las instituciones financieras internacionales para garantizar que los préstamos no sean utilizados para pagar deudas en dificultades. Asimismo, implicaría cambios jurídicos en jurisdicciones clave para la emisión de deuda —especialmente Nueva York e Inglaterra—, para que acreedores y deudores no tengan incentivos para demorar reestructuraciones sostenibles. Esto debería incluir la eliminación de la acumulación de intereses de penalización al 9% durante negociaciones de reestructuración en Nueva York (una tasa fijada hace décadas) y la limitación de litigios predatorios que obstaculicen acuerdos sostenibles.
Sin embargo, la necesidad de reforma va mucho más allá de la mecánica de la reestructuración. Con frecuencia, los países en desarrollo carecen de acceso a financiamiento más estable y, en su lugar, dependen de deuda de corto plazo y alto costo, que poco contribuye a la transformación de largo plazo. Es necesario reconsiderar las políticas y prácticas de préstamo para ayudar a estos países a obtener fondos más asequibles y de mayor duración, que permitan invertir en capital humano, tecnológico y físico.
Los flujos de capital pro-cíclicos del sistema global también agravan la inestabilidad. Mientras que en las economías avanzadas estos flujos tienden a apoyar a los países en recesión, para los países en desarrollo ocurre lo contrario: reciben ingresos de capital en épocas de expansión y enfrentan salidas abruptas en momentos de crisis.
Cuando un país pierde acceso a los mercados de crédito privado y no puede refinanciarse, los préstamos de instituciones multilaterales suelen utilizarse para pagar deuda a acreedores privados en lugar de financiar la recuperación y el desarrollo. Esto equivale, de facto, a un salvataje para acreedores privados.
Las instituciones financieras internacionales deberían establecer una política clara de no salvataje: los fondos para apoyar el desarrollo y la recuperación no deben desviarse para pagar a acreedores privados. Esto permitiría aumentar la calidad de los préstamos y facilitar reestructuraciones más rápidas y eficaces.
También es necesario enfrentar de manera directa la volatilidad de los flujos de capital. Se debería alentar a los países en desarrollo a establecer regulaciones sobre la cuenta de capital para contener ingresos desestabilizadores y salidas súbitas, creando un entorno más favorable para la inversión de largo plazo.
Sin embargo, los shocks continuarán ocurriendo. Lo importante es cómo responda el sistema internacional. Hoy existe una escasa distribución global de riesgos. Los países más pobres cargan de manera desproporcionada con el peso de crisis globales y regionales, y a medida que los efectos del cambio climático se intensifiquen, soportarán una proporción aún mayor de los costos.
Se necesitan nuevos marcos de distribución de riesgos y mecanismos para responder a crisis, incluyendo contratos de deuda más flexibles que contemplen suspensiones automáticas de pagos o que vinculen la devolución de deuda a la capacidad de pago del país.
En última instancia, es necesario repensar la arquitectura financiera global. El financiamiento para el desarrollo sigue siendo insuficiente, fragmentado y desalineado con las necesidades del siglo XXI. Se requiere una movilización más sistemática de capital público y privado para garantizar un crecimiento sostenible e inclusivo.
El costo de la inacción sigue aumentando. La deuda acumulada tras la crisis financiera de 2007-2009 —cuando las tasas de interés mundiales estaban cerca de cero— ahora está siendo refinanciada a tasas mucho más altas.
Aunque los márgenes de riesgo se han reducido parcialmente desde la crisis del covid-19 y la guerra en Ucrania, para muchos países en desarrollo el acceso al mercado sigue siendo prohibitivamente costoso. Al mismo tiempo, la perspectiva de crecimiento global se deteriora. Un crecimiento más lento significa menos ingresos, mayor crisis de deuda y menos margen para invertir en políticas públicas.
El Reporte del Jubileo, publicado hoy, ofrece una hoja de ruta clara y práctica para evitar que esta década sea una década perdida para el desarrollo de muchos países, y para construir un sistema financiero internacional más resiliente, eficaz y equitativo.
En la década de 1980, América Latina perdió trágicamente una década de desarrollo por una crisis de deuda. Hoy, este mismo riesgo amenaza a gran parte de África y a un conjunto de economías sobreendeudadas en el sur de Asia y América Latina. Es necesario responder a esta urgencia económica y moral con la voluntad política de actuar.